Por primera vez en la historia de la humanidad, se contaba con un medio para compartir sonidos de tal eficacia que una tonada emitida en Londres tardaba menos de 20 milisegundos en llegar a Nueva York. Además de permitir a los compositores oír lo que se cocinaba al otro lado del Atlántico con solo girar una perilla (o solo encender un tubo de vacío), la revolución no pasó desapercibida para el lenguaje.
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